Yo sostengo, tú sostienes, él sostiene.
Por Ignacio Valero. Arkilum
Vamos, que todos sostenemos. No queda ya ninguna empresa que no añada el calificativo sostenible a lo que hace, sea lo que sea. Se crean nuevos departamentos de sostenibilidad en las empresas de toda la vida o simplemente se le añade la palabreja en cuestión a cualquier departamento existente. Hace poco recibí la tarjeta de un director general de…administración y sostenibilidad. ¡Para que luego digan que no tenemos conciencia medioambiental! Pobre palabra. Lo que ha sido y en lo que ha quedado. Quizá sea pertinente, desde la perspectiva inversa que ofrecen estas “luces de cola” recordar un poco las ideas que soportan este concepto.
El adjetivo sostenible tenía un sustantivo, que se ha perdido, quizá convenientemente. Nació como desarrollo sostenible. Y era la alternativa que determinados colectivos críticos proponían al desarrollo económico y tecnológico ilimitado. Aquella alternativa irrumpía con fuerza en el pensamiento único que presentaba el mercado como único articulador de la economía global y añadía al concepto de desarrollo límites ecológicos, sí; pero también y más importante señalaba como objeto último del desarrollo al individuo entendido en su medio cultural y social. El desarrollo sostenible supone un cambio de paradigma que desplaza el objeto del desarrollo económico desde la propia economía hacia el individuo. Es el individuo quien tiene que desarrollarse, no la economía. La tecnología entonces, deja de ser un fin para ser un remedio.
¿Y que tienen esto que ver con la luz? Todo. No nos podemos apuntar a sostenibles sólo porque cambiemos lámparas actualizando la tecnología de las lámparas existentes, incluso aunque el cambio disminuya el consumo de la instalación. Podremos llamarnos sostenibles si somos capaces de cambiar el paradigma bajo el que demandamos, proyectamos y consumimos luz. Tres adjetivos muy adecuados, que nos van a servir para desarrollar el tema.
El cambio en el paradigma de la demanda de la luz. Es fascinante la facilidad con la que aceptamos como si fuera una verdad revelada las tablas de luminancias. Si una tabla dice que quinientos luxes, no hay nada más que hablar. Y si no encontramos la tabla, buscamos desesperadamente la que más se le parezca. Pareciera que sin tablas de luxes no se puede vivir. ¡Aunque esas tablas, muy discutibles y discutidas, sólo se han confeccionado para asegurar el rendimiento en actividades laborables! No nos sirven para nada si las actividades son de otro tipo: de relación humana, de subrayado arquitectónico, de agitación emocional, de sugerencia espiritual, de guiado visual, de… ¿Cuál seria entonces un cambio en el paradigma en la demanda? Pues bien sencillo, dejemos hablar a la experiencia, al uso, a la cultura, a la historia, a nuestra sensibilidad. Aunque a algunos les incomode no tener la cifra, basta con el consenso, siempre variable, siempre en su promedio justo, de los usuarios y de los proyectistas. Créanme, es una excelente forma de ahorrar luz: cualquier salón de cualquier casa tiene, proporcionalmente menos luz y más ajustada que muchas plazas emblemáticas. Y si no, hagan la prueba del luxómetro. Se sorprenderán.
Vamos con el cambio en el paradigma del proyecto. Pues, en lógica continuidad con lo dicho antes, resulta que el proyecto empieza, debería empezar por pactar los objetivos de luz. Y éstos no son sólo los valores de iluminancias como hemos visto. El proyecto busca y proporciona la “luz justa”. Es un proceso en el que los profesionales cualificados apuran equilibrios entre exigencias muy diversas: la luz de la ciudad y la luz del edificio; la luz utilitaria y la luz narrativa; el coste de la instalación y las prestaciones; la luz natural y la luz artificial; la luz permanente y la luz variable; y tantas otras tensas dualidades. Ese espacio, sabio, de elección es el territorio del proyecto de iluminación en un paradigma sostenible. Lo que no es sostenible es reducir esta tarea al cálculo.
Por último tenemos el consumo de luz. Menudo tema. ¿Alguien me puede decir cuántos puntos de luz tienen en su casa? He hecho muchas veces esa pregunta y nadie ha podido contestarme con certeza. Tras unos minutos con el rostro ladeado, la mirada concentrada en el infinito, y las yemas de los dedos en intenso vaivén, concluyen con una cifra tan sólo aproximada. Es un “no sé, unos treinta, creo”. Así somos. La luz entra en el cajón de aquello con tan poco valor que no merece la pena ser cuantificado. Es el granel de lo mínimo, del póngame kilo y medio, bueno que sen dos. Sin embargo, con ser ese un problema, no es el problema del consumo. Es sorprendente cómo incluso “gente de estudios” confunde todavía la potencia instalada, esto es, la suma de vatios de nuestras fuentes de luz, cn la energía consumida, que es el resultado de multiplicar esa cifra por las horas de uso. El buen consumo de luz pasa por ajustar la instalación a nuestras necesidades (¿de verdad hace falta eso tan antiguo de luz general y luz de acento…?) y por usarla con cariño.
Cariño, el cuidado inteligente, amoroso. De lo que somos y de lo que nos rodea. Esa palabra sí que encaja con el espíritu del desarrollo sostenible. Mucho, pero que mucho más que la permanente huida hacia delante en el consumo irracional y sucesivo de tecnología. Aunque cada punto repuesto ahorre chorrocientos vatios.
Publicado en la revista idl, septiembre 2009