Artículo publicado originalmente en LinkedIn el 10 de febrero de 2021 por Alberto Giachi, Socio Profesional Senior de la APDI y diseñador en Luz y Forma Lighting Design
Imagen: Cuesta del Rey Chico – Alhambra (Granada)
Proyecto: Luz y Forma Lighting Design
Hace unos días leí algo que expresó lo que me temía: la luz es eminentemente política y lo es en la misma medida por lo que es siempre social.
Hace unos años, la ciencia dejó claro que la luz es una droga y que la forma en la que disponemos de ella puede condicionar nuestra vida. Más allá de los asuntos fisiológicos que todavía requieren prudencia desde el punto de vista de su tratamiento técnico, podemos sin embargo ampliar la idea de que la luz (artificial) es una droga también cuando la usamos para reafirmar los estereotipos culturales que la han acompañado a lo largo de estos últimos 100 años. Al principio del siglo XX la marca de la vida moderna se alimentaba de dos valores ligados al progreso tecnológico: la velocidad y la luminosidad. Ser rápido (todavía) es un valor en sí mismo, representa un estatus superior, algo de lo que se puede presumir. Si somos más rápidos en producir, en conducir, en hacer deporte, en viajar, hasta en comer, nos sentimos reconfortados por reafirmar algo valorado socialmente. Así nos va.
Desde la introducción del alumbrado público eléctrico, las ciudades persiguen la modernidad mostrando al mundo como pueden alargar el día inundando las calles de luz artificial. Eso reafirma la satisfacción de dos necesidades: una, muy primordial, busca compensar nuestra inseguridad como seres diurnos que somos, persiguiendo el control sobre la oscuridad. Otra, más trivial, muestra la teatralidad del éxito, a través de la competición incesante entre los letreros comerciales, escaparates, la velocidad del tráfico motorizado y el esplendor de las hazañas arquitectónicas urbanas. La victoria sobre la oscuridad que nos proporciona la sensación de seguridad durante la noche (más luz = más seguridad) y la relación “más luz = más éxito” es la frontera cultural a la que nos enfrentamos y franquearla supone la desintoxicación de una droga que nos está haciendo daño. Al igual que la velocidad ha encontrado sus detractores en el movimiento “slow” (Slow Food, Slow Cities, Turismo Slow, etc.), el uso de la luz requiere reconducir el significado de su necesidad. La ciencia ya nos avisa que invertir la tendencia no es una opción y apela a la misma conciencia ambiental y a la misma responsabilidad con la que intentamos paliar los efectos dañinos de la vida contemporánea.
Hace unos días leí algo que expresó lo que me temía: la luz es eminentemente política y lo es en la misma medida por lo que es siempre social. Y sino que miren los barrios conflictivos de nuestras ciudades que hemos “drogado” inyectando cada vez más luz en sus calles, alimentando así la percepción de que un barrio está más iluminado porque es más inseguro. ¿De verdad creemos que este es el camino? ¿De verdad creemos que suministrar luz como si de una medicina sin receta se tratase, puede resolver el problema de la inseguridad? ¿No sería mejor parar, reflexionar, hablar con las personas y apostar por la iluminación que apoye su vida en común en vez de tirar por el atajo de la cantidad?
No menos política es la invasión de los medios luminosos que en demasiadas ocasiones confunden en vez de orientar. Ya en 1932 el arquitecto Ricard Giralt i Casadesús avisó sobre el «tono caótico» que los anuncios luminosos estaban aportando a las calles comerciales y que «esto ha obligado ya a muchas ciudades a pensar en la necesidad de reglamentar los letreros”. Estamos en 2021 y seguimos sin una reglamentación clara y de fácil aplicación. Las fachadas luminosas mediáticas, las grandes pantallas con publicidad y los letreros dinámicos cada vez más brillantes por la tecnología led, representan ya una amenaza concreta para el descanso, el deseo de una luz con mesura y la defensa de la estética urbana.
Finalmente es la pasividad política la que permite también la falta de coordinación a la hora de iluminar los edificios que conforman el paisaje urbano nocturno. La diferente titularidad de los edificios, privada o pública, es la coartada perfecta que admite cualquier voluntad de resaltar sobre el vecino o sobre el ambiente, imitando aquel “Y tú más” tan lamentable en el circo mediático al que nos hemos acostumbrado. ¿Por qué no es normal extender a la iluminación exterior los conceptos de “protección del paisaje” tan afianzados en la práctica urbanística? Existen los instrumentos legales para hacerlo: ¿Por qué no se aplican?
Faltan técnicos valientes (¡algunos los hay, eh!) y falta voluntad política. Pero nuevos tiempos se acercan. El Urbanismo de la Luz ya no será algo desconocido. Los que creían que la iluminación de las ciudades es ingobernable y que no es necesaria su planificación, tendrán que reflexionar. Tiempo al tiempo. Con voluntad empezaremos la terapia de desintoxicación.