Artículo publicado originalmente en LinkedIn el 16 de febrero de 2022 por Alberto Giachi, Socio Profesional Senior de la APDI y diseñador en Luz y Forma Lighting Design
Imagen: Vista nocturna de Monte San Pedro, A Coruña
Hacia la iluminación urbana como «mal menor».
La luz eléctrica empezó a ser instalada en nuestras calles aproximadamente hace unos 100 años. Así mismo, desde que se propuso el término «Lichtarkitecture» (1927, Joachim Teichmüller), se ha tardado varias décadas en aceptar de forma generalizada que la luz artificial «construye» un lugar. Paradójicamente, ahora que en España el diseño de iluminación independiente consigue hacerse un hueco en los proyectos de los espacios urbanos, debemos lidiar con un uso insostenible de la luz artificial procedente de la cultura del éxito.
La cultura del éxito, ligada al modelo económico de la sociedad industrial y secundada durante décadas por los responsables técnicos y políticos, ha originado en la opinión pública la tendencia a valorar como deseable el uso generalizado e intensivo de la luz artificial. De noche, a las personas les reconforta tener el control visual sobre cualquier recoveco que pudiera esconder una amenaza y poder reconocer los puntos de referencia como apoyo a la orientación. Pero añadimos luz sobre luz de forma prácticamente arbitraria también para destacar aquello que consideramos bello e interesante o para conseguir una ventaja competitiva para la economía.
El resultado de este planteamiento ha inducido en los ciudadanos la convicción de que la iluminación urbana es una necesidad exigible, un derecho cuya aplicación, sin embargo, ha derivado en una contrastada pérdida de control sobre la oscuridad y los efectos adversos de la luz artificial.
Aunque reivindicar la oscuridad parezca un simple guiño poético a Tanizaki (Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra, 1933), sin embargo, es sobre todo la biología la que nos obliga a recuperar y preservar la condición natural de la noche. Nuestra forma antropocéntrica de iluminar en «contra» en vez de que «con» la oscuridad, tiene consecuencias muy serias sobre el ecosistema que exigen un esfuerzo de toda la comunidad para rehabilitar la noche en el medioambiente. Así, por ejemplo, ha querido imaginar las ciudades apagadas Thierry Cohen .
«La oscuridad ha llegado a ser un objeto político. Su existencia está determinada por la acción – o la inacción – del Estado, por procesos económicos y tecnológicos y por movilizaciones de ciudadanos. Es objeto de un conflicto social en el que se enfrentan actores con intereses divergentes y con representaciones diferentes. (…). Lo que está en juego pues es admitir que la iluminación artificial es a la vez una necesidad legítima y una forma de contaminación que hay que combatir.» (Razmig Keucheyan, Las necesidades artificiales – 2021).
Para corregir esta tendencia ya no es suficiente solo iluminar bien frente a los que lo hacen mal, sino decidir si y cuándo sea realmente necesario hacerlo.
En realidad, en el ámbito de la arquitectura, el problema de qué hacer o no hacer, frente a una proposición, no es nuevo. Ya en el siglo XIX John Ruskin invitó a la reflexión con uno de sus aforismos, afirmando: «No construyas si puedes evitarlo.» (1849, Las siete lámparas de la arquitectura). Hoy, el debate ético alrededor de las «Formas de no hacer» en la arquitectura, sigue abierto.
Como forma de no hacer y parafraseando a Ruskin podríamos entonces afirmar «No ilumines, si puedes evitarlo», aunque no sin tropezar con un problema ético espinoso: ¿Cuántos, entre los que participan en las decisiones, estarían dispuesto a contener sus pulsiones hacia el (ab)uso de la luz artificial exterior? Y los que estuvieramos dispuestos a contenernos ¿Cómo podríamos testimoniar nuestra responsabilidad?
Sobre esta línea Josep Quetglas propone la idea de que un «arquitecto no es aquel que construye, sino aquel que da sitio a las actividades humanas. Si para hacer sitio, para dar lugar, es inevitable o conveniente construir, entonces constrúyase. Pero no siempre es necesario. Y, en todo caso, nunca construir es el objetivo de la arquitectura, sino un mal menor” (Quetglas, Josep. «Artículos de ocasión», 2004).
Así que, siguiendo con nuestro ejercicio: un diseñador de iluminación no es aquel que ilumina, sino aquel que da sitio a las actividades humanas en la oscuridad. Si para hacer sitio, para dar lugar, es inevitable o conveniente iluminar, entonces ilumínese. Pero no siempre es necesario. Y, en todo caso, nunca iluminar (en el exterior) es el objetivo del diseño de iluminación, sino un mal menor.
Considerar la luz artificial de nuestras ciudades como «un mal menor» frente a la ya incoherente pero aún dominante cultura del éxito, supone asumir que la oscuridad y la sombra representan los principales valores que debemos defender durante el proceso de diseño y cuya defensa no solo es necesaria sino útil para testimoniar y promover un uso de la iluminación más sostenible.
El esfuerzo en la defensa de la oscuridad trataría de considerar constantemente la idea de que «menos es suficiente» (Pier Vittorio Aureli, «Menos es suficiente», 2016) y que el «menos» debe contemplar la ausencia como posible opción. Cada sombra, cada «sfumato», cada atenuación, cada ocultación o cada «negación», debe ratificar el respeto del contexto urbano y extraurbano, ocupado por alguien o algo (personas, flora y fauna), en las diferentes escalas del territorio.
Por ello se hace imprescindible que, no solo en las ciudades, la decisión sobre lo que debe o no debe ser iluminado, no se exponga a criterios arbitrarios. La herramienta lógica y legal para evitar la arbitrariedad en las políticas de desarrollo urbano es la planificación, en la que la iluminación y sus efectos sobre la protección y defensa de la calidad urbana, del territorio y del cielo nocturno, reclama ocupar un papel cada vez más importante.
Ahí es donde los diseñadores de iluminación podemos llevar a cabo nuestra tarea integrándonos en la disciplina urbanística y aplicando correctamente los principios del Urbanismo de la Luz. Ahí es donde debemos dejar constancia de que es posible no iluminar si podemos evitarlo y que cuando sea necesario, lo haremos «con» la oscuridad y no en su contra. Esto es lo que hemos pretendido conseguir, por ejemplo, con la redacción del Plan Director del Paisaje Nocturno de A Coruña Zona PEPRI.
Quizás ha llegado el momento en el que deberíamos reivindicar nuestro papel como «diseñadores de oscuridad» o proponernos como «restauradores de la noche», no como subterfugio para disimular una aparente auto-censura de la profesión, sino para afirmar en forma de provocación que el uso de la luz artificial requiere un constante ejercicio de contención sostenido por la ética, la cultura y la técnica.
P.D. Mientras, no perdamos la ocasión para saludar cariñosamente al alcalde de Vigo desde New York.